martes, febrero 27, 2007

Cuento desvencijado...

El día para él siempre fue un infierno. Y si hacía calor, todo se tornaba flamígero por exceso, asfixiante. El oxígeno no había lugar.

La noche, sin embargo, era tan corta y apasionante, que nunca estuvo de acuerdo con esa bastarda costumbre de pasarla durmiendo, que se había colado entre sus actividades habituales sin darse cuenta. ¿Quién dijo que después del segundo plato venía el postre? ¿Y por qué un segundo plato, si en uno puede caber todo?.

Para ella la luz era una compañía insaciable. La plateada era su mejor cómplice: cuando le abastecía el escote, se quedaba allí instalada, en una maniobra fantástica de parasitismo evidente.

La oscuridad la transportaba a miedos inconclusos, a zozobras donde creía que su cuerpo flotaba y caía de repente, infinitamente, vértigo perpetuo. Se concentraba en pensar en naderías para frenar esa caída, tales como que no comprendía por qué se regalan estilográficas si terminan en algún lugar donde empolvan o cómo se le llama arte a manchar un papel con pintura a bofetadas.

Un día, él, que andaba buscándose a sí mismo, se encontró. De bruces. El encuentro salió mal, no hubo química (o feeling, mierda anglicanismo). Y decidió que estaba mejor solo. Luego pensó ¿solo? ¿si no me encuentro conmigo mismo, estoy solo o no estoy nada, pues si no me encuentro no estoy?.

Ella, que dudando era única (dudaba, pero aun no desconfiaba), meditaba si horizonte es la línea que junta el cielo y la tierra delante nuestra, o es la línea que junta el cielo y la tierra detrás.

De pronto, y ante el inminente final del paquete de pipas que compartían (todo tiene su precio en este mundo, que lo he leído en un mupis publicitario), el sol y la luna se fundieron en una nueva estrella, de color vino tinto.

Y ellos decidieron cuadrar el círculo, canalizando el cubo…

(Continuará)